PoliticusMagazine

Next septiembre. Los corazones palaciegos de la Suprema Corte presidencialista

La Suprema Corte ha emitido fallos importantes
en los últimos años. Este escrito explora
a la vida política alegre, las guerra civiles, y otras andanzas de la Corte
que hacen necesaria la reforma judicial del próximo septiembre

Él está ahí, sentado frente a un micro insolente, un blazer con un patrón de cuadros Príncipe de Gales –no por Carlos ni Guillermo sino Edward– un clásico francés de algodón y lana que no le encaja. Su toga y sus trajes negro profundo de enterrador, su cara atribulada y su peinado engominado que preceden durante años a esta imagen nos dice que el ministro anda fuera de foco. Vestido de jovenzuelo francés de los años ochenta se va a dejar entrevistar por un joven de esta época que no conoce de la Suprema Corte ni la O por lo redondo. Más adelante, cuando la toma es de plano entero, vemos que su outfit se completa con un pantalón negro y unos tenis de vestir. El presidente de la Suprema Corte, de una personalidad más bien solemne y unos apellidos a la virreinato, da la pinta de un abuelo vestido por algún nieto playboy que no tieneinterés en el derecho ni en la Constitución sino sentarse en el Café de Flore o Les deux Magots en París a ver pasar el tiempo constitucional de su vida. Sólo he visto a alguien con un outfit que tejía muy bien una estación de correspondencia entre una edad y otra época, precisamente en París: al Maestro Paul Verdevoye, espíritu vivaz, primer traductor de Borges al francés y decano de la Sorbona. Una de las tantas tardes que me invitó a tomar el té con su esposa en su departamento de Montmartre llevaba una chemise New Man, una marca francesa asentada en Saint-Germain-des-Près en los años noventa. ¡Ah, lleva usted una camisa New Man! ¡Sí, me la regaló mi nieto!

Es 2023, el ministro presidente de la Suprema Corte Zaldívar Lelo de Larrea ha dejado que se escape su intensa necesidad de hacer política desde uno de los salones de la Suprema Corte. Es entrevistado por Roberto Mtz que anima su blog lo mismo con empresarios que con futbolistas, actores, actrices, falsos historiadores, verdaderos cantantes, farsantes de la canción, comentaristas de ocasión, lo que llegue a sus manos. Ricardo Salinas Pliego lo había contratado para una entrevista que resultó buena por la habilidad de Salinas Pliego para controlar el mensaje y la imagen que busca proyectar. Seguramente está haciendo esta entrevista también bajo contrato. Nadie llega hasta el presidente de la Corte sólo porque te hablas de tú con las estrellas, y el mismo Roberto Mtz ha dicho que vive de eso.

Después de la vestimenta del ministro, lo otro que abona a la superficialidad es que en efecto Roberto Mtz se toma en serio hablarse de tú con las estrellas, y manosea al presidente de la Corte con el tuteo. Ooohhh patria! Where is tu “fulgor abstracto”??? El ministro presidente se entrega a su ego, no es necesario pensar mal, quiere cambiar de lugar en el escenario de juego político. Tal vez sueña a pesar de él mismo en popularidad, unos cuantos miles de votos lo harían senador, diputado, ¡maybe Governor! Su periodo termina en dos años y  medio y como no puede repetir, la Corte se pone de lo más aburrida.

Su plan A es explicar algunos temas en un podcast que tiene su audiencia. Habla del uso lúdico de la marihuana y los derechos humanos, con la ilusión de sumarse al selecto grupo –tan selecto que sólo tiene un miembro, el Presidente López Obrador– que ostenta un People Connection. ¡Y no olvidar!: tiene una cuenta en Twitter (ahora X), y ése es el momento que se pone más cerca de la juventud. Su mente pasa a enfocar en primer plano la jugada aviesa y traviesa de twittero. Confiesa candorosamente que interactuó durante tres meses en esa red social con una cuenta ficticia, un seudónimo, antes de abrir su cuenta oficial. ¡Quéee tal mexicanos al grito de guerra, el presidente de la Suprema Corte de incógnito en Twitter! Jugando a las escondidas quien debe hacer todo a la luz. Pudiera ser que alguno de ustedes twittearon alguna vez con el presidente de la Corte y ni se dieron cuenta. Olvidado de su investidura al dejarse tutear por el blogguero, que fiel a su estilo llega en playera, su entrevista le redituó algunos simpatizantes. No es difícil darse cuenta que el tema de la marihuana fue una de las causales: “Pura sabiduría sale de su boca”, escribió un ciudadano en los comentarios del podcast en Youtube.

La entrevista no pasó a más, es decir, no lo lanzó al estrellato político, en cambio le atrajo críticas y reprobaciones en la superestructura. Meses después, cuando terminó su periodo como presidente de la Corte, pasó al plan B: renunció como ministro porque eso le permitiría participar en la campaña presidencial de Sheinbaum y buscar la Consejería Jurídica, la Fiscalía, o cualquier otro puesto gubernamental. Es la única razón por la cual dejó su puesto antes de tiempo, sus intensas aspiraciones políticas pudieron más que el sentido del deber cumplido hasta el último día. Pero esta entrevista con el bloggero de hace un año nos permite asistir a un alto momento del ego político de los corazones palaciegos de los ministros de la Suprema Corte.

No es que sea el único ministro al que le gusten las entrevistas, la vida alegre de la política, la vida de guerras civiles de la política, la adrenalina del halago político, o saltar a la escena como una starlette desesperada por figurar en Brodway. Pero nadie había llegado tan lejos en la historia de la Corte, en el sentido de atreverse a quitarse la toga para hacer un streap tease a medias públicamente con el outfit equivocado y el blogguero equivocado. Es como si hoy se nos apareciera Benito Juárez –que también fue presidente de la Corte– con Yordi Rosado y Martha Higareda en piyama o en pantalón de gabardina y una polo Lacoste para hablar del fusilamiento de Maximiliano y alabar el pan francés: Oishhh, no se lo perdonaríamos a Beni, en una de esas lo quitamos de los billetes de 500 donde con razón se ve fresa.

Pero esta historia de egos y corazones palaciegos en nuestra Suprema Corte comienza en un lugar de Washington la mañana del 4 de marzo de 1801. Es el día de la toma de posesión de Thomas Jefferson. Su predecesor, John Adams, no alcanzó a entregar todos los nombramientos de jueces amigos suyos que conformaban un circuito que había creado en los últimos meses de su gobierno. El Secretario de Estado de Jefferson, James Madison, encontró los nombramientos sobre su escritorio y se negó a terminar de sellarlos, firmarlos y entregarlos porque él y el implacable Jefferson, del partido contrario de Adams, consideraron que los asuntos del Presidente anterior habían fenecido con su periodo. Jefferson ganó la presidencial porque ganó el pleito que se desató en el Senado erigido en colegio electoral. El pleito empezó porque fue la Elección Cerrada por excelencia de la historia americana –un señor empate de 73 votos electorales (delegados) para nuestro Jefferson contra 73 votos electorales para su contrincante Aaron Burr– y a pesar de que obtuvo más votos en las urnas, se montó en el empate de delegados (en USA la elección es indirecta) gracias a una triquiñuela que él mismo operó durante el recuento de los resultados.

Jefferson, que era un tipo de genio en filosofía, política (en su toma de posesión dijo “Todos somos republicanos; todos somos federalistas. Si hubiera alguno de nosotros que quisiera dividir esta Unión… que permanezca sin ser molestado como monumento de la seguridad con que se puede tolerar el error de opinión donde la razón es libre para combatirlo”); genio también en arquitectura, inventor (inventó la silla giratoria), y redactor de la sacrosanta Acta de Independencia de Estados Unidos era también un político marrullero, pragmático, hábil e intrépido. Jefferson había sido Vicepresidente con Adam como Presidente pero la enemistad fue sin cuartel. Y como en un cuento de Borges, después de tantas polémicas y maniobras para aniquilarse uno al otro, al final Dios los confundió o más bien los fundió en uno mismo en el máximo momento en que un hombre asegura la gloria total que nadie logra en vida: Jefferson murió el mismo día que John Adams, el 4 de julio de 1826, 50 años después de que los dos firmaran el Acta de Independencia (Adams dijo al morir, pensando en esa Acta “Me sobrevive Jefferson”, sin saber que éste había muerto horas antes). Pero rebobina esto: antes de irse de la presidencia Adams hizo otra jugada, nombró a John Marshall, su Secretario de Estado, como Presidente de la Suprema Corte. Durante un mes exacto Marshall perteneció al Poder Ejecutivo y al Poder Judicial al mismo tiempo, en una promiscuidad que sólo los americanos ven natural hasta hoy día, junto a otra promiscuidad de su división de poderes como lo es que el Vicepresidente es al mismo tiempo el presidente del Senado. El asunto de los nombramientos de los jueces estuvo en el limbo durante un año hasta que el Senado los declaró inválidos. Entonces Marshall, presidente de la Corte –nótese esta otra promiscuidad habitual en política– le aconseja a William Marbury, uno de los jueces que no recibieron el nombramiento, que demandara a Madison como Secretario de Estado encargado de darle su nombramiento, para obtener un mandamus y obligar al gobierno a entregárselo.

Aquí es donde viene el giro de la historia cuyos efectos fertilizan aún los egos de los ministros de nuestra Suprema Corte mexicana. Marshall emite una sentencia que razona y consagra dos cosas importantes. Primero que los actos del Poder Ejecutivo son constitucionales, es decir inatacables, y que la Constitución está por encima de las decisiones de un Presidente, lo que invalidaba la decisión de Jefferson y Madison. Y segundo, que la Suprema Corte tiene facultades para controlar que los poderes actúen dentro de la Constitución. Es decir, estamos en presencia del principio de supremacía constitucional, y de la fundación de los medios de control constitucional que hoy funciona en todas las democracias.

Eso fue en 1803. Pero la figura de control constitucional tardó en llegar 191 años a México, hasta diciembre de 1994. ¿En qué consiste? Se ha sofisticado en la posibilidad de crear un tribunal constitucional para interpretar la Constitución y resolver dilemas ahí donde existan vacíos, lagunas o contradicciones. O bien, darle facultades a la Suprema Corte para hacerlo y, mediante la interpretación declarar constitucional o inconstitucional una ley, una reforma legislativa, un acto pasivo o activo de los poderes del Estado. Eso es  algo simplemente fabuloso. Hasta que en la práctica nos damos cuenta que los conflictos que se van a dirimir mediante la interpretación que haga la Corte de la Constitución, en realidad son conflictos políticos y de la administración pública, y las resoluciones fortalecerán o aniquilarán a políticos. Y lo que piensan ellos los políticos lo sabemos: que en la guerra –y la política es “la guerra por otros medios”– (dejemos de lado al amor) todo se vale.

De manera que la genialidad de Marshall es la que convierte a nuestros ministros en réferis del sistema político. Yyyy ¡exacto!: los titulares de las instituciones públicas que buscan que sus diferencias se diriman en la Corte implican a políticos del más alto nivel –el Presidente, los senadores, los diputados, los gobernadores, los alcaldes– ávidos de ganar pleitos, debates, litigios que eleven su nivel de popularidad y legitimidad. Ahí el asunto se vuelve una danza de seducciones, presiones, adulaciones, de los políticos con los ministros. Pero también una danza de entrevistas, declaraciones, negociaciones, concertacesiones, arreglos en lo oscurito, de los ministros con los políticos. Los ministros saben que la Constitución es lo que ellos quieren que sea en última instancia, porque sus interpretaciones son inatacables. Jefferson, que siempre andaba a las vivas, lo vio venir desde ese famoso fallo de Marshall en Marbury vs. Madison. Dijoque ese fallo hizo de la Constitución un “objeto de cera en las manos de los jueces, al que le pueden dar cualquier forma que quieran”. Y es lo que varios constitucionalistas han llamado en nuestro tiempo “el gobierno de los jueces” y  la “tiranía de los jueces”. Es la virtud y el mal de la justicia constitucional.

Ese poder político así adquirido es un virus en el ego de los ministros de la Corte. Y el ego político es decididamente degenerativo. Ahora son twitteros, figuras de podcasts, y riñen por WhatsApp con miembros de los otros poderes sin importarles que se publiquen, sin sonrojarse al ver que su ética los abandona hecha una piedra. Eso fue lo que sucedió cuando la ministra presidente Norma Piña le envío mensajes de Whatsaap propios de una riña con amenazas al presidente del Senado Alejandro Armenta en mayo de 2023. La propia ministra presidente Piña reconoció que había enviado esos mensajes inapropiados en una carta que publicó. La mayoría de los ministros se ha vuelto inmune a los escrúpulos y, por el contrario, buscan la vedettización, la polémica en el escrutinio público, y se embarcan en guerras civiles con los otros poderes, y a veces entre ellos mismos. Lejos del recato, la prudencia, la conciencia de la solemnidad de su investidura que guardaban antes de que un meteorito cayera sobre la Constitución en diciembre de 1994, y acabara con los monjes dinosáuricos que eran hasta entonces.

Ese meteorito hizo que la Suprema Corte pasara de golpe de ser un monasterio judicial y político a ser un cuerpo colegiado jurisdiccional presto a llevar una doble vida. Una de esas vidas, fue dejar ser seducidos por la política, el poder presidencial, los factores reales de poder y convertirse en réferis de los enfrentamientos constitucionales de las instituciones del Estado. La otra vida les permitió volverse pragmáticos, soldados de la realpolitik que avasalla el espíritu filosófico humanista de la Constitución. Así, en algunos escenarios, en lugar de proteger a la Constitución de los efectos del poder político, la Suprema Corte protege a grupos de intereses de los efectos de la Constitución. A partir de 2018 desarrollaron ¡una tercera vida!, la de enfrentarse al Poder Ejecutivo –con quien siempre habían sido solícitos en tiempos del PRI y del PAN– en acción concertada con la derecha, y se volvieron prácticamente la Secretaría de la Derecha. El modus vivendi fue usar sus facultades de interpretación constitucional para desmantelar la agenda de reformas del Presidente, y ser aquiescentes en que algunos jueces dieran procedencia a amparos para frenar acciones del gobierno de Amlo. Algunas de esas reformas que echaron abajo buscaban fortalecer el espíritu democrático y humanista de la Constitución pero la mayoría de los ministros prefirió romper su alineación con el espíritu de la Constitución para romper el turrón en otro lado.

Esa tercera vida es interesante como toda historia donde hay dos o tres personalidades en un mismo ente. La Suprema Corte se ha erigido siempre sobre cimientos socavados pues su naturaleza no es judicial en su composición sino presidencialista. En otras palabras, el origen de todos los ministros es la voluntad presidencial. Cualquier Presidente desde la Revolución (1910-1921) puede decir que ha puesto ministros “por mis pistolas”. Hasta hace treinta años eran designados directamente por el Presidente. Eran tiempos en que la Corte se dedicaba a ser la última instancia en casos penales, civiles, amparo, y toda la miscelánea de litigios. Nombrar a un ministro era nombrar a alguien que debía tener o desarrollar la paciencia de un matemático y la frialdad de un contador porque iría a resolver si Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Muchilanga, le hechó a Burundanga y así por el estilo aunque menos divertido que la canción de Celia Cruz. La única cosa consagratoria era resolver juicios de amparo, la figura más noble del sistema jurídico mexicano, inventado en Yucatán en el siglo XIX y ahora mundialmente reconocido.

Todos los ministros llegan a serlo porque el Presidente en turno los consideró confiables para ser sus agentes en el Poder Judicial. El juego constitucional de la selección de un ministro o ministra de la Suprema Corte, es decir, el procedimiento constitucional es un jaque mate perfecto a favor del Presidente. Todo empieza con la mencionada reforma de 1994, que fue parte de las liberalizaciones con las que el régimen autoritario buscó solventar la caldera de presiones de la oposición sobre la democratización. Ideó un mecanismo que extrañamente dejó a todos contentos pero que era notoriamente insatisfactorio como para llamarlo virtuoso: ¡el Senado elegiría a los ministros! ¡Yeeiiiiiih! Todo mundo dijo que eso era un presidencialismo acotado, gracias señor Presidente por amputarse la Corte, es usted un patriota. Sin embargo los patriotas son, esencialmente, marrulleros. Y la canción no se escribe sola, una vez escuchada resulta que es la Corte la que se amputa los ministros. Pero al terminar de oír la canción no les quedó que tararear Qué falso resultó tu amor, canalla mío, como si nada. Ahora el Presidente escribiría una terna, solito, la Constitución no lo obliga a consultar a nadie, de manera que puede poner a tres amigos, normalmente con algún roce con el poder judicial pero no es condición sine qua non, el que jugaba canicas cumple el perfil si lo quiere el Presidente.

La vuelta está en que esa terna será sometida a la aprobación del Senado, y el Senado es algo serio, el Presidente se puede meter en aprietos, eso se siente casi como si la Constitución misma examinara la terna. Pero sólo los ciudadanos remisos no politizados y desinformados lo perciben así. La verdad es que el Senado tiene poco margen de maniobra por no decir que ninguno: enviada la terna presidencial tiene 30 días para elegir a un ministro, y si no lo hace el Presidente deberá enviar otra terna, con otros tres nombres diferentes –no faltarán nombres nunca, un Presidente siempre tendrá muchos más amigos que Facebook. El Senado tiene otros treinta días para elegir al ministro y puede darse el caso –que no el lujo– de no ponerse de acuerdo llegado el plazo. Si esto ocurre las cosas se ponen más fáciles para el Presidente: la Constitución le permite designar él mismo al que será ministro o ministra. Esto ocurrió por primera vez hace un año cuando el Senado vetó las dos ternas enviadas por  Amlo, y el Presidente tuvo que designar a la ministra Lenia Batres, una miembro de los puros del lopezobradorismo. Como vemos el origen de los ministros de la Suprema Corte siempre es totalmente Palacio.

La imaginería política y judicial quiere que los ministros sean concebidos como los guardianes de la Constitución. Pero un guardián de la Constitución no es precisamente un ángel humilde y desinteresado, como ya lo vimos con el ministro Zaldívar. En los últimos treinta años ha habido una desbandada en el ethos de algunos ministros en las diferentes alineaciones que ha tenido la Suprema Corte. La Suprema Corte nunca es la misma en términos de su composición. Los ministros se van renovando gradualmente. Esto hace que ese cuerpo colegiado sea cambiante a largo de su desarrollo. Pero todos los que llegan a ministros tienen el gusanito de la fama, la ambición de ser el presidente o presidenta de la Corte, y de proyectarse una carrera política en una vida más allá de la Corte, más allá del bien, más acá del mal, como es en realidad el juego de intercambio de favores e influencias. Eso los lleva a desarrollar aliados políticos, amistades políticas y financieras, gustar de torneos de halagos mutuos, dejarse seducir y también seducir, y facturar favores que han de cobrar en el terreno del juego político una vez terminados sus periodos.

Eso no corresponde al diseño virtuoso de una Corte. Las Constituciones democráticas de muchos países prohíben a un exministro ocupar cargos públicos durante los siguientes diez años al terminar su periodo. Hay más o menos tres esquemas de duración en el cargo: quince años –como en México–, veinte años, jubilación forzada al llegar a cierta edad –75 años por ejemplo–, o de por vida. En todos estos casos, por muy joven que un ministro comience su periodo, al terminar deberá sumar diez años más alejado de la vida pública. Para entonces todos los actores con los que se podría sentir comprometido por haberlo llevarlo a la Corte o a los que hizo favores habrán desaparecido de la escena del poder, o sus influencias estarán mermadas o acotadas. El propio exministro o exministra tendrá una edad avanzada, ha perdido el punch y el sinsentido de la ambición de poder. Lo único que quiere ya es releer a los clásicos en casa, expulsar al juez de su conciencia de su sueño, escribir sus memorias, tratar de que nada le duela, meditar, dormir, sentir paz interior, o en todo caso, si no es perezoso o perezosa hacer pilates o yoga, y estar pendiente de los avances científicos sobre la inmortalidad pues nadie quiere morir, mucho menos si ya has probado una vida palaciega. Aunque hay también a quienes les gusta prepararse filosóficamente y espiritualmente –que para el caso es lo mismo– para no entrar “tan de prisa en esa noche oscura” como escribió Dylan Thomas, como lo hacían los griegos y todas las civilizaciones mediterráneas hace dos mil quinientos, tres mil años. Y eso requiere tiempo y alejarse de la gente.

En cambio en México un ministro o ministra de la Corte puede ocupar puestos gubernamentales y de representación nada más dejar el cargo o interrumpirlo para ello como el ministro Saldívar. La Constitución no tiene un esquema de contención de sus ambiciones políticas. Sólo dice –y no en la sección del Poder Judicial– que para ser elegible a un cargo de elección popular –diputado, senador, gobernador, Presidente– deberán de renunciar como ministros de la Suprema Corte seis meses antes de la elección. Así como lo oyen. Un cheque en blanco para la politización de los corazones palaciegos de los ministros y ministras. Como la Constitución no les prohibe participar en política después de dejar su cargo, los ministros han optado por olvidar que hay un ethos inherente a sí mismos, precisamente el que los llevó a ser seleccionados para la Corte, que es entre otras cosas ser fiel al buen juicio y ejercer un virtuoso selft-restrain, un autocontrol. Por el contrario, se descontrolan, desatan los demonios de la ambición. El buen juicio guarda una distancia pragmática y filosófica de la polémica, del toqueteo, de la vedettización. Ha sido triste ver cómo ministros talentosos y respetables, una vez dejar el cargo, se convierten en marionetas políticas de la derecha o de la izquierda. Hubo un exministro que fue diputado por el ahora extinto Partido de la Revolución Democrática (PRD), en ese entonces poderoso partido de la izquierda mexicana. Y está el ministro Cossío, de sólida formación académica, que hizo grandes aportaciones a la justicia constitucional, que al terminar su periodo se convirtió en un personero de la derecha, al grado que fue el orador oficial en un mítin de guerra organizado por el INE para oponerse a la reforma electoral de Amlo. Esa reforma contenía importantes cambios pero trastocaba la estructura y la vida palaciega de los consejeros electorales. A meses de dejar el puesto de Ministro, Cossío se rebeló abiertamente aliado de la derecha que estaba detrás de la lucha contra la reforma electoral. Su discurso se alejó de la argumentación para pasar a la propaganda, a la consigna que se cierra al entendimiento y convoca al dogma: tanto presupuesto  público –nuestros impuestos– invertido en su carrera judicial para terminar en esto. Y esto es lo siguiente: la satanización de un proceso legislativo y de una agenda gubernamental con retórica: “Si estos procesos [electorales] no se realizan debidamente, una persona puede asumir que su proyecto de gobierno o de nación nos puede ser impuesto sin importar lo que pensemos.” La descalificación tipo partidista condenatoria: “A finales del año pasado asistimos al intento deliberado del actual gobierno y de sus mayorías parlamentarias para hacerse desde la Constitución con el sistema electoral. El gobierno y sus legisladores generaron un “plan b”. Un eufemismo con las mismas intenciones, aprobado de mala manera.” El vacío discursivo neoliberal: construir “una agenda permanente y completa para la realización integral de nuestra Constitución” (en tres décadas hemos escuchado cada año esa propuesta y siempre resulta en una agenda para desmantelar el Estado de bienestar social y el pluralismo).” De nuevo la estigmatización y la implantación de una etiqueta sin dar razones: “En este momento la Suprema Corte de Justicia conoce de diversos juicios en los que se han impugnado dos leyes del proyecto de apropiación de los órganos electorales.” El cierre de su discurso retomó el nombre de la marcha, una victimización innecesaria pero dicha como si la idea de Amlo en ese momento fuera declarar el fin de las elecciones, la limitación del voto, la fragmentación del voto, el toque de queda o la desaparición de poderes: “Mi voto no se toca”. Todo encaminado a asustar al ciudadano como parte de un plan elaborado por un grupo de la derecha encabezados por Claudio X. González, acérrimo enemigo público de Amlo, y que  organizó el financiamiento del fraude electoral en el 2006 para que Amlo no ganara la presidencia. Nadie que tenga sentido común pensará que Cossío, con esa palabraría, estaba ahí como guardián de la Constitución.

Aún cuando los ministros nacen de un favor político del presidente, nos gusta pensar que nacen de la selección del Senado. La verdad es que deberíamos concebirlo como lo que es: cada Presidente manda a sus amigos a la Corte, y punto.  Sin embargo la lealtad al Presidente es otra cosa. A veces pasa que esos amigos se le voltean y lo traicionan. De todo hay en el reino palaciego de la Suprema Corte. Las interpretaciones constitucionales pueden ser de lo más literal –de lo más elemental sería más exacto– para proteger el status quo y a malvados que toquetean y violan a la Constitución. También pueden ser para declarar inconstitucional reformas legales y/o leyes promulgadas por la mayoría de izquierda como el caso de la reforma eléctrica y la reforma electoral; los juicios de amparo pueden ser convertidos en armas de lucha política para retrasar la agenda gubernamental, reformas legales, o nuevas leyes.

La Suprema Corte también es el reino de las polémicas, con ministros polémicos de corazones palaciegos. Se permiten la sensación de pertenecer a un multiverso en el cual condescienden con el ciudadano y ciudadana bajo el método de los dioses griegos: pueden convivir con ellos y ellas pero siempre tienen la última palabra y la Constitución de cera, como dijo Thomas Jefferson, para moldearla como ellos quieran.

Freddy Domínguez Nárez

Doctor en Ciencias Políticas por la Université Panthéon-Sorbonne Paris I. Miembro del CRICCAL-Université de la Sorbonne-Paris III. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores del Conahcyt. Profesor Investigador en la Dacsyh-UJAT.

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