Con visible nerviosismo el burócrata bajó al lobby del Palacio de Gobierno en Tabasco para atender a un grupo de militantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Iban acompañados de un diputado carismático que decía con mucho orgullo que no había terminado la primaria pero que era eficaz y que “hasta en mi sangre soy positivo”. En la primera planta del Palacio se habían tardado media hora para designar a un interlocutor. En el tiempo de espera se podía adivinar, casi percibir, la tensión que la solicitud de audiencia inesperada había provocado. Entre más pasaban los minutos se hizo evidente que nadie quería dar la cara, y trataban de encontrar a alguien que reuniera los requisitos para la ocasión: de bajo perfil, que no discutiera la orden de bajar a atenderlos y reflejara que en Palacio no les daban mucha importancia. Ese gobierno de Manuel Andrade le había robado la gubernatura dos veces al PRD. La primera fue en el año 2000, elección que el Tribunal Federal Electoral anuló frente a las pruebas que presentó el candidato a gobernador del PRD César Raúl Ojeda Zubieta, y la solicitud de la anulación total de la elección del candidato del Partido Acción Nacional (PAN) José Antonio De La Vega Asmitia, para que el Tribunal fallara en ese sentido. Ese detalle jurídico de la demanda del candidato De La Vega Asmitia, solicitar la anulación total de la elección, permitió el fallo histórico del Tribunal. Por primera vez se anuló una elección a gobernador en el país. El PRD, a pesar de ser el principal agraviado, sólo había solicitado el recuento de “voto por voto, casilla por casilla”. El principio de estricto derecho indica que los jueces resuelven sobre lo que se demande.
La segunda vez Manuel Andrade se robó la repetición de la elección a gobernador en 2001. Anunció con meses de anticipación que esta vez ganaría con una diferencia de 30 mil votos. Y efectivamente, sus números finales dieron la marca de 30 mil votos de diferencia respecto al candidato Raúl Ojeda del PRD. Hubo litigio en el Tribunal Federal Electora, pero esta vez se movieron más hilos, los jueces ya no quisieron anular nuevamente la elección, y validaron el fraude electoral de Manuel Andrade.
El nerviosismo de la burocracia en el Palacio de Gobierno estaba justificada: en sus puertas tenían a los legítimos dueños de la gubernatura, tranquilos, con una demanda comunitaria, y constituidos en un grupo que no pasaba las veinte personas. La tensión en Palacio la generaba la épica capacidad de los perredistas para la resistencia civil y para la organización sobre el terreno. Sabían que aquellas personas pertenecían al movimiento que había tomado pozos petroleros y se había enfrentado al ejército con una determinación y un valor impresionantes. En enero de 1995 habían sitiado ese mismo Palacio de Gobierno durante semanas. Tomaron Plaza de Armas y evitaron que entrara el otro gobernador que también les robó la elección, Roberto Madrazo. En esa Plaza de Armas, frente al Palacio cuyas puertas ahora habían cruzado para entrar al lobby, se quedaron a vivir y mataban puercos para las carnitas y el chicharrón. Luego, el 19 de enero de 1995, habían sido golpeados sin piedad por un ejército de pandilleros contratados por el PRI de Roberto Madrazo para desalojarlos de Plaza de Armas, con el apoyo de empresarios y corporaciones aliados a Madrazo y la policía. Estuvieron a punto de pasarles encima camiones de la Unión de Volteos para matarlos. También llevaban, desde entonces, ocho años en “resistencia civil”: no pagaban sus facturas de electricidad a la Comisión Federal de Electricidad en protesta por el fraude electoral operado por Roberto Madrazo, quien se gastó 70 millones de dólares para obtener la gubernatura. Tres veces más de lo que gastó Bill Clinton para reelegirse como Presidente de Estados Unidos ese mismo año. El PRD pudo comprobar el gasto de ese dinero madracista con documentos de facturas originales. Se desató un escándalo nacional: es la primera vez que podemos tener ante nuestros ojos las pruebas de cómo opera la cosa nostra de la política, escribió Lorenzo Meyer, palabras más palabras menos. También sabían los burócratas de Palacio, que estos perredistas tenían un líder local que era “el más inteligente y carismático de toda la izquierda mexicana en muchos años”, como refiere Humberto Mayans Canabal en sus Antimemorias que lo definió Carlos Salinas de Gortari en un helicóptero años antes: Andrés Manuel López Obrador.
El pobre hombre que mandaron como mensajero hizo esfuerzos por controlar el temblor en las manos, en la voz, en la cara. No es necesario saber mucho de historia, de hecho se puede no saber nada de historia para intuir que en asuntos de fuerzas enemigas, un mensajero es el primero en ser sacrificado. Pero los perredistas no eran violentos. En cambio los del Partido Revolucionario Institucional (PRI) sí lo eran: en los últimos años su modus operandi partía siempre de contratar pandilleros y guardias blancas. En las elecciones se robaban las urnas escoltados por la policía y arrojaban piedras, atacaban con shacos, manoplas y tubos. El león cree que todos son de su misma condición: por eso al burócrata le pendía el alma de un hilo.
Pronto se vio que el burócrata traía instrucciones de no hacerlos pasar a ninguna oficina sino contenerlos en la puerta, y hacerlos dar media vuelta. Es posible que los jefes pensaran que ese grupo de perredistas podía tomar el Palacio de Gobierno: sus niveles de organización y de lucha sobre el terreno era de lo mejor de la resistencia política urbana en el país. El miedo del burócrata se disipó cuando escuchó la voz del diputado. Le habló con mucha cortesía, posiblemente por verlo tan tenso. Le dijo que podían hablar ahí mismo sobre una petición de la comunidad de donde venía los señores, sólo pidió que trajeran una mesa. El asunto se desahogó con todos los presentes alrededor de una mesita, en el lobby del Palacio. Era un imagen original: ese detalle de la mesa sin sillas le daba un aspecto formal pero también contundente: lo que ahí se dijera sería un compromiso. La mente y la neurolingüística reaccionan de formas diversas. Sin la mesa no se garantizaba que el burócrata tomara en serio sus acuerdos, podía considerarlo una plática de pasillo.
Esa percepción del PRD era la misma en todo el país. Era un gran movimiento, un gran gestor social, un partido con una mística consolidada, con un voto duro que crecía a cada elección, y una capacidad de movilización política capaz de forzar el desarrollo del pluralismo político a todos los niveles dentro del régimen autoritario. Es el partido al que la democracia mexicana le debe su desarrollo. Sus militantes y simpatizantes tenían otra idea de lo que debía ser el país y sus instituciones. Habían líderes naturales defensores de sus comunidades pero también cuadros sumamente preparados, militantes de una izquierda humanista. En eso se convirtió la amalgama de movimientos y partidos de izquierda que se formó en 1987 para enfrentar la presidencial del año siguiente donde resquebrajaron el sistema de partido hegemónico del PRI. Esa amalgama se llamó Frente Democrático Nacional pero después de las elecciones, en noviembre de 1989, se convirtió en Partido de la Revolución Democrática. Y se habría de convertir en el gran partido de izquierda genuino que impulsó la liberalización política del régimen autoritario desde los años noventa. El PRI y sus gobiernos se resistieron. Al PRD le costó fraudes electorales, ataques, represiones físicas, psicológicas, laborales, y vidas. Para tener el pluralismo político que vivimos hoy día muchos militantes murieron protestando pacíficamente o participando como candidatos a puestos de elección popular, a manos de los asesinos del régimen autoritario priísta.
El PRD era un partido auténtico en su sentido y su contenido. El orgullo de sus militantes es que nadie se vendía, nadie se doblaba, nadie era ignorante. Todos conocían la ruta de una nueva política a la que aspiraban. Fueron los primeros en demostrar que se podía gobernar de otra forma, más eficaz y más humana, y también de hacer cambios en el comportamiento de los políticos, básicamente en despojar a las investiduras políticas de su sacralización. Ahora eran seres de carne y hueso los que presidían las alcadías, las gubernaturas que lograban ganar contra el aparato del Estado, las diputaciones y las senadurías. Era un partido poderoso, fuerte por la creencia y la lealtad de sus militantes en sus líderes y en su mística, un partido donde se hablaba con la verdad y sin triquiñuelas como era el estilo del PRI. Nada parecía debilitarlo, y llegar a la presidencia era cuestión de paciencia y de tiempo.
Pero tenía un talón de aquiles. Una falla de origen. Desde su formación, por ser un mosaico de todas las izquierdas que existían en 1987, la percepción de cada decisión, de cada planeación, no era la misma. La izquierda siempre se ha caracterizado por una variedad de matices. No hay una sola izquierda, hay matices de izquierda que forman a su vez una constelación de grupos, corrientes, partidos y, entre los más extremistas, situaciones sectarias. En la historia hay registro de enfrentamientos entre estos matices, a grados a veces poco civilizados. La fundación del PRD fue para todos ellos una especie de contrato social a la Rousseau: aceptaron ceder parte de su soberanía para crear un partido que protegiera sus derechos y los hiciera avanzar hacia su objetivo que, evidentemente y sin que haya nada de perverso, era alcanzar el poder. Aceptaron ceder parte de su soberanía pero no cedieron las mentalidades. Pronto el PRD vio nacer corrientes de opinión, una figura garantizada en sus estatutos y que era muy importante para ellos. Los iniciadores de la disidencia política que terminó fundando el PRD eran originalmente del PRI. En 1986 fundaron la Corriente Democrática, una corriente de opinión, la primera en la historia de ese partido hegemónico, para discutir sobre su democratización. Eso cayó muy mal en la nomenclatura y en el presidente de la República, considerado el “líder nato” del partido. Después de unas escaramuzas, los organizadores de la Corriente Democrática dejaron el PRI. Cuauhtémoc Cárdenas fue expulsado de ese partido, y Porfirio Muñoz Ledo, uno de sus compañero en ese proyecto, renunció inmediatamente tras esta expulsión. Otros cuadros importantes también dimitieron. Y ahora que tenían un partido propio era normal que se formaran corrientes de opinión. Pero esas corrientes de opinión pasaron a ser llamadas peyorativamente “tribus”. Una vez metidos en la lucha por las cuotas de poder, la institucionalización y el debate se olvidaron, y los enfrentamientos se dieron a niveles tribales. El fantasma de lo sectario de las izquierdas nunca se alejó de ellos.
El gobierno y todos sus mecanismos autoritarios no pudieron debilitar al PRD. Vivía alerta a sus capacidades de movilización electoral y de gestoría –fue el primer partido que hizo de la gestoría social un punto de fuerza y contribuyó al bienestar de poblaciones marginadas. El gobierno lo consideraba un gran enemigo, un gigante que lo iba a desplazar del poder si no lo aniquilaba lo más antes posible.
Pero lo que el gobierno con el aparato del Estado no pudo hacer, lo hicieron las tribus. Para el 2011, en la medida que el PRD se convertía en un partido ganador de elecciones, los enfrentamientos y las luchas por las cuotas de poder se volvieron incontenibles. Durante esos 22 años, desde su fundación, el PRD había logrado hazañas fundacionales en el sistema político. En 1997 ganó la capital de la República donde se encontraban los poderes federales, es decir, los poderes del partido hegemónico. Para la mentalidad del régimen autoritario perder posiciones claves era impensable y mostraba que el enemigo estaba a sus puertas. Ese mismo año el PRD alcanzó suficientes diputados en la Cámara federal para ser la primera minoría, es decir, el segundo partido con más diputados. De los 500 diputados el PRD obtuvo 125 curules y el PRI 239, sumados hacen un total de 364. En manos del PAN quedaron 121 diputados, del Partido Verde Ecologista (PVEM) 8 diputados, y del Partido del Trabajo, 7 diputados. El Partido del Trabajo es un partido de izquierda y casi siempre votaba aliado al PRD en la Cámara de Diputados. Además de estos números había un significado más profundo: ese año de 1997, por primera vez en su historia, el PRI perdió la mayoría en el Congreso. Ahora para votar una iniciativa de ley debía aliarse a otros partidos para alcanzar la mayoría relativa, el 50 más uno. Para el año 2000, el PRD ganó nuevamente la gubernatura de la capital del país con Andrés Manuel López Obrador, aquel líder local que, impulsado por los escándalos de fraude electoral de los que fue víctima en Tabasco, se convirtió primero en presidente nacional del PRD y luego en una figura central. En 2006 sería candidato a la presidencia en una elección que, para estas fechas, ya existen pruebas y la certeza de que le fueron escamoteadas por el gobierno. Ya para entonces López Obrador era no sólo el líder indiscutible del PRD, sino la marca ganadora del PRD. Su carisma y su prestigio, su habilidad y su gobierno eficaz en la capital del país, su alineación de cuadros y líderes naturales y corporativos dentro del PRD lo convirtieron en el eje central para la toma de decisiones. Para entonces también se habían formado cacicazgos perversos adentro del partido. Tribus y aventureros por su cuenta se habían inventado como catalizadores para traficar las candidaturas. Y ahora que el PRD estaba en su apogeo buscaban quedarse con la joya de la corona, la candidatura presidencial. Pero el liderazgo de López Obrador les hacía prever que volvería a ser el candidato para la presidencial del 2012. Y sobrevino el enfrentamiento.
López Obrador era no sólo una marca poderosísima electoralmente. Era también el único líder que le había dado la vuelta al país dos veces incluso en las comunidades más apartadas, creando alianzas, afinando la mística de una izquierda humanista, tejiendo con sectores poderosos, caciques locales, iglesias regionales: todo un entramado. Cuando el gobierno del PAN le robó la presidencial del 2006, en vez de irse a su casa, López Obrador siguió suelto por todo el país a sus anchas. Para 2011, un año antes de la elección presidencial, era el líder de gobernadores, diputados federales, senadores, alcaldes, regidores, diputados locales, delegados municipales: el más poderoso del PRD.
Las tribus mercaderes de ese partido intentaron marginarlo. López Obrador hizo entonces dos movimientos magistrales: renunció al PRD, el partido donde había crecido políticamente, y fundó el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). Se fue con todo su entramado político, sus votos, sus cuadros, y prácticamente desfondó al PRD. Siete años después ganó la presidencia la República y la mayoría del Congreso, gubernaturas y senadurías.
La salida de López Obrador “Fue una fractura prácticamente en la columna vertebral, por la mitad del PRD” (sic), declaró el diputado Jesús Zambrano para la BBC en 2018. “La renuncia de López Obrador es el antecedente central en la debacle del partido”, afirmó la BBC. López Obrador se llevó los votos pero también el proyecto de Nación que fundamentaba la mística sobre la que reposaba el voto duro del PRD y, sobre todo, su sentido, su filosofía. En suma, su originalidad. Esa originalidad pasó a MORENA en la figura de López Obrador. Después de la salida de López Obrador se apoderaron del PRD las tribus mercaderes, y perdió todo su prestigio ante los electores. “No se dieron cuenta algunos líderes de que el abismo estaba muy cerca […] Lo veían muy lejos y seguían actuando con base en los usos y costumbres perredistas, de la disputa feroz por las candidaturas y espacios de poder”, declaró Agustín Basave, un expresidente nacional del PRD. Y la debacle sobrevino lentamente hasta alcanzar su extinción. Y de la manera más deshonrosa que haya existido en la historia de un partido político.
Para la presidencial del 2024 el PRD había logrado mantener su registro como partido. Pero estaba muy débil desde la presidencial del 2018. En el sistema electoral mexicano la condición para mantener el registro en el sistema de partidos es alcanzar el 3.5% de la votación nacional en cada elección. Los partidos consolidados no tienen problema con eso. Pero para los partidos pequeños, débiles, cada elección es veneno puro. Sin poder crecer más –sobre todo si vienen de una vida grandiosa y si su esencia se ha evaporado como el PRD–, los números rojos están esperando en cualquier elección.
Para el 2023, Jesús Zambrano era el presidente del PRD y operó lo inimaginable: una alianza electoral con el ¡PRI!, el partido que los había perseguido y asesinado, y con el ¡PAN!, el partido que les robó la elección presidencial en 2006 y que representa todo lo contrario de la izquierda pues es, usted lo ha adivinado, la derecha más recalcitrante y corrupta del país (altos funcionarios de los gobiernos del PAN están siendo juzgados actualmente en Estados Unidos). Ante la estupefacción general, la alianza electoral entre el PRD –un partido que históricamente revitalizó a la izquierda y se deslindó épicamente de la derecha y del neoliberalismo desde su fundación–, el PAN y el PRI se consolidó. Los tres partidos se presentaron como hermanos y lanzaron a una candidata común para la presidencial –surgida de las filas del PAN. El PRD prácticamente postuló a una antítesis de su esencia, a una representante de la derecha más antilópezobradorista, neoliberal y corrupta.
En las elecciones federales de 2024 el PRD no alcanzó a cruzar el umbral del 3.5% de la votación nacional y su desaparición como partido estuvo sellada. En el otro carril, MORENA volvió a ganar la presidencia con su candidata, protegida de López Obrador, que había gobernado la Ciudad de México con éxito en el último sexenio. MORENA también arrasó en la Cámara de Diputados, la Cámara de Senadores, en la mayoría de los congresos locales y las gubernaturas que estaban en juego en esa elección.
En el baile trágico de la derecha, que también sufrió un revés ejemplar al grado que el PRI y el PAN quedaron desangrados, ese partido terminó muerto. La derecha –el PRI como el PAN son más bien de esa tendencia– cruzaron el umbral del 3.5% de la votación. Aunque el PAN tuvo un descenso en su votación se colocó en el 9.64% de la votación nacional, mientras que el PRI se desplomó al 5.73 %, a sólo 2.23% de perder también su registro. Aunque debilitados seguirán en el sistema de partidos, y podrán disputar las siguientes elecciones. El PRD en cambio obtuvo el 1.86% de la votación nacional, muy lejos del umbral requerido del 3.5%. La vergüenza final es que siendo un partido de izquierda murió, no a manos de la derecha, sino en los brazos de la derecha.
La alianza electoral de esos tres partidos les dio malo dividendos. Quiso ser una maniobra habilidosa pero estuvo mal administrada empezando por el perfil de su candidata presidencial que no reunía las cualidades mínimas para la contienda. El PAN se sabía débil. Tanto el PRI como el PRD no tenían muchas opciones, sabían que probablemente no iban a sobrevivir de ir solos a esa elección.
Tal vez eso estaba en el ADN del PRD, como las enfermedades degenerativas que nos atacan genéticamente. En 1991, cuando llevaba dos años en el estrellato político, no tuvo los resultados esperados en las elecciones intermedias. Porfirio Muñoz Ledo advirtió en la Convención Nacional: “Hemos dilapidado el capital político que teníamos”. Con “capital político” se refería a toda la credibilidad, las simpatías y el voto duro que les había dejado como un limo del Nilo la elección presidencial de 1988. Los resultados nimios de 1991 encontraban su explicación en los enfrentamientos de las tribus, que les impidió organizarse con más eficacia.
Las figuras emblemáticas que fundaron el PRD están en la periferia desde hace varios años. Cuauhtémoc Cárdenas está casi retirado. Cuando ganó López Obrador en 2018 pidió la embajada en Washington pero le contestaron que ya estaba comprometida. Porfirio Muñoz Ledo, la mancuerna genial de Cárdenas desde la ruptura con el PRI en 1987, falleció en 2023. Alcanzó a participar de la gloria de la izquierda en MORENA: fue el diputado presidente encargado de traspasar la banda presidencial de Enrique Peña Nieto y entregársela a López Obrador en la toma de posesión el 1 de diciembre de 2018. Un momento cumbre para la izquierda y para él mismo. Sin embargo en los últimos años se enfrentó a López Obrador, porque no pudo repetir otro periodo como diputado y antes de eso, porque tuvo que dejar la mesa directiva de la Cámara de Diputados: “Les advierto que allá abajo soy muy peligroso”, dijo en esa ocasión en alusión a su carácter combativo, marrullero, hábil para las alianzas, su tremenda oratoria, su talento para la crítica demoledora, y su valor civil: nunca le tuvo miedo al “sistema” como se le decía al régimen autoritario. Antes bien fue quien desacralizó la figura presidencial nada menos y nada más que en pleno informe de gobierno del presidente Miguel De La Madrid.
En 1988, el año de la elección que definió el comienzo del fin del PRI como partido hegemónico a manos de la oposición de izquierda, Muñoz Ledo fue elegido como Senador por el Distrito Federal, ahora llamado Ciudad de México. El fraude electoral en la presidencial había sido escandaloso. Famosa es la frase del Secretario de Gobernación Manuel Barttlet, que presidía la Comisión Electoral –el gobierno controlaba a ese grado las elecciones– cuando la captura de los resultados se interrumpió en las computadoras: “Se cayó el sistema”, dijo refiriéndose a la falla del sistema operativo. Era una frase común en ese entonces para designar un colapso informático. Pero todo México entendió que se refería a que la izquierda acababa de sepultar al PRI en esas elecciones. En el fondo la “caída del sistema” fue un operativo para manipular los resultados. En 2021 el propio Barttlet explicó en una comparencias ante una comisión de la Cámara de Diputados: “Si me pica un poquito, como están jugando con mi biografía, voy a ser un poco grosero, porque me siento un poco como legislador, yo he sido más legislador que ustedes, muchos lo saben. Miren, la caída del sistema fue un amasiato entre el PAN y Salinas de Gortari. ¡Así fue! ¡Un amasiato entre el PAN y Salinas de Gortari!”.
El 1 de septiembre de 1988, dos meses después de la elección fraudulenta, comenzó la nueva legislatura. Muñoz Ledo, en su calidad de Senador, asistió ese día al último informe de gobierno del Presidente Miguel de la Madrid. De la Madrid había sido su compañero en la universidad y lo había ratificado como embajador en la ONU al inicio de su gobierno, cargo que desempeñó hasta dos años antes de escindirse del PRI. Cuando De la Madrid abordó el tema de las elecciones en su informe, varios diputados lo interpelaron. El primero fue Jesús Luján del Partido Popular Socialista (PPS), apenas iniciada la lectura del informe, le gritó “Una pregunta, señor Presidente”. El reportaje de Proceso anota que “Sobre él se clavaron unos 2, 500 pares de ojos, azorados por la irreverencia de interrumpir al Presidente Miguel de la Madrid […] el griterío se generalizó”. Jorge Martínez Almaraz del Frente Democrático Nacional (antecesor del PRD) le gritó al Presidente “El pueblo no va a aceptar el fraude electoral”; los diez diputados del PAN sacaron boletas electorales originales, y Rodolfo Elizondo del mismo partido, que estaba sentado en la mesa directiva, alzó una boleta electoral con la mano derecha –of course– como prueba de la irregularidad electoral. Los diputados de oposición en conjunto gritaban “¡Repudio total al fraude electoral!”. Proceso consignó que “En la parte posterior del salón de sesiones, otros invitados –políticos, funcionarios y exfuncionarios gubernamentales– no daban crédito a lo que veían y oían”.
Muñoz Ledo se levantó de su asiento y comenzó a interpelarlo de otra forma, no con consignas sino con un papel en la mano, dándole cifras y acusándolo del fraude electoral. De la Madrid continuó con la lectura de su informe pero vivió como una humillación la interpelación de Muñoz Ledo, a quien los diputados del PRI le gritaban “Traidor” por haber renunciado a ese partido que incluso había dirigido, y ser ahora oposición. Era la primera vez que la figura del Presidente, que el sistema del PRI había convertido en una figura sagrada, intocable, casi divina, era tratada de esa manera. Los informes de gobiernos fueron siempre el momento cumbre del Presidente: una especie de aparición de dios en la montaña frente a Moisés. Pero Muñoz Ledo no pensaba lo mismo de su excompañero de aula, mucho menos lo veía como algo sagrado, y siguió interpelando al Presidente con sus habilidades de orador y datos, datos, datos y argumentos. De la Madrid interrumpió su lectura y se quebró: lloró de coraje, hay fotogramas que lo atestiguan. El Estado Mayor Presidencial, encargado de la seguridad del Presidente, pasó a la acción: dos guaruras se acercaron a Muñoz Ledo y lo tomaron del brazo cada uno y lo sacaron del recinto. No valió que fuera Senador por la República y ejerciera su derecho a cuestionar al Presidente. Esa práctica y esa posibilidad simplemente no existía en la mente de nadie en 1988. Antes bien era sumamente peligroso siquiera pensarlo. En los pasillos, hacia la salida, los guaruras y Muñoz Ledo pasaron junto a un grupo de gobernadores. Uno de ellos, Miguel Ángel Barberena, que se enorgullecía públicamente de ser considerado un “dinosaurio” –cacique autoritario–, le dio un golpe en la cara a Muñoz Ledo y le dijo “¡Eso no se le hace al señor Presidente!”. Pero la interpelación de Muñoz Ledo sucedió en vivo y en directo por televisión, y todos los mexicanos y mexicanas lo presenciaron. La revista Proceso publicó en su portada la foto de Muñoz Ledo interpelando al Presidente y la del Presidente en la tribuna del Congreso, desencajado, con una leyenda atravesada, poca ingeniosa pero descriptiva: “El amargo adiós de Miguel de la Madrid. Tiraron del nicho a la Presidencia”.
En 2006 pasé dos días con Porfirio Muñoz Ledo durante la campaña a gobernador de Tabasco de Raúl Ojeda por el PRD, de la cual fui coordinador del Plan de Gobierno. Invité a a comer con nosotros a mi amigo Marcos Rosendo Medina Filigrana, que era el eficaz vocero de la campaña de Raúl Ojeda. En la comida le pregunté a Muñoz Ledo cómo se había sentido aquel día que interpeló al presidente Miguel de la Madrid y desacralizó para siempre la figura presidencial. Yo siempre había admirado profundamente esa acción. Se necesitaba no solamente ser Senador sino tener valor civil y saber que el “sistema” podía vengarse con una “solución final”, su asesinato. Y aún así Muñoz Ledo cargó contra el Presidente. Siempre tuvo un dominio del escenario, de las coyunturas y de su histrionismo inagotable. Desde entonces yo había pensado que Muñoz Ledo, ególatra por méritos propios, habría de sentirse el héroe más grande de la Ilíada y la Odisea políticas. En aquella ocasión, en pocos minutos hizo por sí mismo una revolución política al desacralizar la figura presidencial, y yo quería disfrutar su propia y merecidísima vanagloria, presenciar un momento único donde la alabanza en boca propia no iba a ser vituperio. Muñoz Ledo escuchó mi pregunta y sin levantar la vista de su sopa de mariscos me dijo con una mueca: “Estaba muy frustrado”. ¿¡Quéeeee!? Marcos Rosendo Medina Filigrana y yo saltamos en nuestros asientos y le preguntamos al unísono cuál era la razón. Muñoz Ledo apenas si levantó la vista, el tema no le significaba nada, más bien desagrado. Nos dijo: “Porque mi idea era subir hasta la tribuna donde estaba leyendo el informe y darle sus nalgadas pero no pude porque en eso me sacaron”.
Hoy día cualquiera lo haría, no cabe la menor duda. Pero en ese entonces, en la oscuridad tenebrosa del régimen autoritario, sin redes sociales ni derechos humanos, eran otros niveles. Esa es la épica política que muere ahora con el PRD: historia pura. Aunque desde hace varios años las cosas eran distintas en ese partido, y parafraseando a Neruda, ellos los de entonces, ya no eran los mismos.
Tras la salida de AMLO, junto con toda su estructura y una buena parte de la militancia, el PRD pasó a ser un enfermo desausiado cuya muerte era cuestión de tiempo. En fase terminal, le apostó a una última transfusión para vivir un poquito más o morir… Le inyectaron PRI + PAN y todos fuimos testigos o causantes de su muerte el 2 de junio reciente.