Ocho escenarios no tan evidentes
al que hace frente el presidencialismo
La próxima elección presidencial abre la posibilidad de analizar qué es un Presidente o Presidenta, y dos dimensiones que siempre están presente: el desafío del desarrollo por un lado, y la “virtud” como llamaba Maquiavelo al performance en tres áreas: la gobernabilidad, la gobernanza, y la gestión del poder. Ocho escenarios que ocupan el espectáculo del sistema político en el presidencialismo, y que por lo general vemos como un todo armonioso, no son tan evidentes para un Presidente. Tiene que lidiar, pelear cada centímetro, enfrentar retadores, negociar, ceder, y dominar. Porque los jugadores juegan duramente y rudamente. Es la verdad detrás del glamour y el mito del poder presidencial: se requieren habilidades especiales y una capacidad de rodearse de astutos, inteligentes y estrategas.
Enseguida analizaremos estos ocho escenarios.
La independencia respecto al congreso, sobre todo cuando está en manos de la oposición –escenario de gobierno dividido– que dejará que se presenten los conflictos o los incentivará en su afán de disputarle al presidente sobre cual de las dos soberanías tiene primacía, si la que eligió al presidente o la que eligió al congreso. En los presidencialismos donde no hay medios de control del presidente más allá de los vetos a sus iniciativas –que el congreso utilizará como un arma para obstruir al presidente– el congreso está ávido de mostrar al electorado y al presidente que puede detenerlo, limitarlo, acorralarlo o al menos, estropearlo. Evidentemente esto es distinto si el presidente tiene el control del congreso, esto es, que su partido cuenta con la mayoría parlamentaria, siempre y cuando la disciplina de partido sea efectiva: lo peor que le puede ocurrir a un presidente tenga un enfrentamiento con su propio congreso, como ocurrió en Honduras durante la presidencia de Zelaya en 2009.[1]
Las coaliciones gubernamentales en caso de darse no obligan al presidente a compartir el poder de decisión pues los partidos no cogobiernan. Al aceptar los puestos en el gobierno se subordinan.
Sin embargo en la medida que estos partidos se van dando cuenta que formar parte de una coalición gubernamental tiene más de una fantasía que de una realidad, su desplazamiento es inminente. A partir de ahí buscarán deslegitimar al presidente y a su gobierno.
Las coaliciones electorales en caso de darse, no obligan al presidente electo a convertirlas en coaliciones gubernamentales para compartir el poder originan un problema: tanto el presidente como los partidos de la coalición piensan que el otro le debe favores. Unos por apoyar al presidente a llegar al poder, y éste por considerar que su triunfo contribuye a que esos partidos subsistan en el sistema, y que favores pragmáticos y políticos pagan la factura a esos partidos y le quedan debiendo.
El multipartidismo, benéfico para una democracia, se complica cuando el sistema de partido está pulverizado. Esto vuelve compleja la operatividad del presidente en el congreso. Esto dependerá si los partidos tienen disciplina o no. Las alianzas personales del presidente con legisladores, y las alianzas, pactos o acuerdos con los partidos generan diferentes efectos según si hay disciplina de partido o no. Si no hay disciplina de partidos ocurren dos cosas: por un lado, los legisladores de oposición se sienten libres de negociar y apoyar al presidente aunque su partido tenga la posición contraria. Por otro lado, si los partidos llegan a acuerdos con el presidente, los sus legisladores no se sentirán obligados a apoyar al presidente. En uno y otro caso, a lo más lo harán en función de los niveles de la disciplina de partido. En un sistema de partidos con disciplina, la lucha política y la integración política son más previsibiles, eficaces llegado el momento, y sin mayor margen de incertidumbre perversa que genera inestabilidad al presidente. En un sistema bipartidista como en Estados Unidos la tendencia es a la disciplina de partido, con lo que el presidente siempre tiene el respaldo de su bancada en el congreso aún en temas más allá del Estado y la política.
La composición del gabinete es, en apariencia, una de las tareas más fáciles para un presidente. En principio lo es pues la Constitución le otorga las facultades para nombrar a sus secretarios de estado y, además, en un presidencialismo éstos no tienen que ser aprobados por el Congreso ni estar a expensas de que un voto de censura los neutralice y los mande a su casa durante el ejercicio de sus funciones. Sólo el presidente puede despedirlos a la hora que considere conveniente a sus intereses –y no siempre, necesariamente, a los intereses de la nación.
Otro factor que influye en la designación del gabinete son las alianzas electorales –sobre todo si el presidente alcanzó el poder mediante una coalición electoral. En este caso el gabinete estará integrado por miembros de los partidos participantes en la coalición electoral. Pero hay otros factores que también intervienen como los compromisos con grupos financieros que apoyaron la marcha hacia el poder. El presidente puede también destinar algunos espacios del gabinete para crear alianzas con grupos financieros y económicos, grupos políticos y factores reales de poder que le ayudarán a mantener el equilibrio de la gestión del poder y de la gobernabilidad de su gobierno. Estos espacios del gabinete así acordados son una maniobra estratégica del presidente para oxigenar su poder constitucional.
La facultad de nombrar el gabinete sin aprobación de congreso y, sobre todo, las facultades en las ramas neurálgicas del Estado convierte al presidente en responsable absoluto y, por lo mismo, la oposición descarga toda la batería sobre un blanco único. Aunque como mencionamos eso no significa que derrocarán al presidente, en cambio torpedea su legitimidad, algo fundamental para dos cosas: primero, su reproducción en el poder y su afianzamiento en las elecciones locales a gobernadores, alcaldes, congresos locales y federales; segundo, en los apoyos de los sectores corporativos y no corporativos, financieros y empresariales que necesita para implementar sus políticas públicas. Recordemos que lograr la mayoría para llegar al poder no le garantiza a la agenda de ningún presidente los “apoyos para implementarla”, como dice Mainwaring.
El periodo fijo,que le asegura que no será removido por las veleidades o verdaderas oposiciones del congreso, le impide realizar su programa si hay fragmentación de partidos en el congreso –en caso de que el presupuesto pueda ser rediseñado por el congreso es una de ellas. El periodo fijo también exacerba a la oposición y al descontento, cuando lo hay, de los factores reales de poder: derrumbar al presidente se les convierte en una obsesión donde la desinformación, la manipulación de los medios y la inversión en términos de dinero para lograr borrar del mapa al presidente es inversamente proporcional a la fuerza con que el presidente está atornillado al poder ejecutivo por la Constitución. Sin embargo, como afirman Mainwaring, Scott y Shugart S. Matthew, “Los problemas inherentes al periodo fijo de gestión también se mitigan por la fragmentación limitada del sistema de partidos. El término fijo del mandato es particularmente pernicioso cuando el partido del presidente está en clara minoría, y es difícil para él realizar su programa. En una situación de minoría clara, el fantasma del inmovilismo y la ingobernabilidad está siempre presente.”
Este escenario nos lleva a la siguiente variable de la vida difícil del presidencialismo, el gobierno dividido.
El gobierno dividido, se trata de un escenario donde el partido del Presidente no tiene la mayoría en el Congreso, antes bien, la mayoría la detenta la oposición. Los electores se convierten así en uno de los elementos de peso y contrapeso en la división de poderes. Pero esto es una apreciación mítica conceptual. En la realidad, la decisión no es tan sabia ni tan independiente por parte del electorado. Es cierto que una percepción general de la eficacia del gobierno juega un rol en sus inclinaciones electorales. Pero el punto decisivo tiene que ver con subjetividades, emocionales y, sobre todo, clientelistas. Los resultados electorales dependen más de cuántos candidatos carismáticos jugaron en la elección como para ganarla. O bien, porque uno de los partidos ha aceitado mejor la maquinaria clientelista para la compra del voto, la presión corporativista, y la inhibición de los otros partidos. Esas son tentaciones que cohabitan con estrategias electorales estructurales, territoriales y propagandísticas propias de la competencia electoral. El clientelismo se materializa en casi todos los sistemas electorales presidencialistas en algún momento de su desarrollo o de forma perenne, y predomina más en regiones como América Latina.
El gobierno dividido con un sistema de partidos con disciplina, que llevarán con firmeza su rol de oposición pronostica periodos de impasses legislativos. Pueden afectar cosas importantes para el desarrollo del país como la ley de egresos –paralizando la economía, lo que deteriora la eficacia del gobierno–, reformas constitucionales necesarias, reformas legales urgentes, además de enfrentamientos entre el poder legislativo y el poder ejecutivo que pueden hacer convulsionar al sistema constitucional. Es en este escenario donde la Suprema Corte adquiere una relevancia de árbitro político pues los conflictos tienen que resolverse para superar los impasses, y es a la Suprema Corte a donde recurrirán las partes para buscar la razón constitucional –que en términos del pleito se traduce y percibe como supremacía política.
En este caso –y cualquier otro– el presidente necesita la disciplina interna de su partido –que ningún legislador disienta o se una a la oposición– para comenzar a negociar, seducir, o corromper a legisladores de la oposición con el objetivo de que apoyen su agenda legislativa. Una fuente de esa disciplina de partido se genera si el presidente controló la selección de los candidatos, y no que éstos hayan conquistado sus candidaturas en sus distritos por sí mismos, cosa que puede suceder con las elecciones internas o primarias del partido. Si el presidente tiene disciplina interna de su partido ayudará si a esto se agrega la indisciplina de los otros partidos de oposición. En caso de que la oposición tenga disciplina de partido, la guerra civil es el congreso puede pronosticarse. Pero si no es el caso, los legisladores de oposición, al no sentirse obligados a oponerse al presidente llegan a consensos, negociaciones y, en el peor de los casos, a sobornos, con los cuales el presidente lograría la mayoría que necesita en el congreso. Evidentemente en el caso de que el presidente gane el congreso y cuente con un partido disciplinado, las cosas pueden funcionar bastante bien para él: el poder legislativo se verá controlado por el poder ejecutivo –algo considerado perverso por la teoría de los pesos y contrapesos de la división de poderes, pero en el pragmatismo se considera un éxito de la gestión del poder.
Pero si no cuenta con alguno de estos dos elementos –disciplina de su partido e indisciplina de los otros partidos– el escenario puede complicarse impactando dos cosas. Primero, la gobernabilidad. Los déficits y crisis de gobernabilidad pueden atraer sectores opositores que estaban a la expectativa, exacerbar los que ya eran declarados, e incentivar sus alianzas con los factores reales de poder que, como sabemos, son capaces de complicar la gestión del poder del presidente, lo que lleva a una presidencia débil –un gobierno débil– aunque el régimen presidencial siga intacto. Segundo, y como consecuencia, eso impacta los niveles de legitimación de presidente, y, finalmente, los resultados en las siguientes elecciones.[2]
Lograr un diseño armonioso que reduzca o mitigue los conflictos entre las legitimidad dual del congreso y el presidente, donde todos los posibles problemas tenga una puerta de salida que conjure los impasses y enfrentamientos, es una labor que se antoja más bien del campo de la magia y no del diseño político. Contrario a los parlamentarismos exitosos, donde hay una ingeniería eficaz –institucional o pragmática– para que el parlamento unicameral o bicameral y el jefe de gobierno actúen en un campo de juego con amortiguadores, el presidencialismo aparece como un sistema donde cualquier diseño por perfecto que sea quebrará en caso de no existir voluntad política y responsabilidad del presidente. Esto implica la capacidad del presidente para convertir los acuerdos, las negociaciones, y las presiones en que se convierten las demandas más importantes en decisiones, iniciativas, y políticas públicas.
Ser jefe de estado y jefe de gobierno implica que puede “sellar” cualquier conflicto en función de la razón de Estado y con los instrumentos del gobierno para inhibir o aniquilar a sus adversarios. Pero esto también le ofrece a éstos la diversificación del contraataque –por ejemplo alcaldes, gobernadores, legisladores, grupos de presión, etcétera aumentan la presión de la caldera con sus reclamos en diversos niveles y temáticas pues en todos ellos el presidente es el responsable directo. El conflicto puede llegar a niveles de guerra civil-política si logran el apoyo de los factores reales de poder, algo que no sucede en el parlamentarismo por profunda que se revele una crisis política, la cual queda esencialmente encapsulada en el parlamento. El presidente puede resistir esos embates –a menos que se conjure un golpe de estado técnico o militar– pero puede colocarse en un escenario de presidente débil con presidencialismo fuerte.[3]
Estos ocho escenarios son variables del régimen presidencial. Pueden volver la vida menos difícil del gobierno presidencial en la medida que se activen mecanismos institucionales del sistema constitucional combinados con ciertos mecanismos pragmáticos de la voluntad política.
Pero aunque existen los estados ideales negativos donde la vida es very hard para el presidente, los estados ideales positivos en que todo es very sweet para el presidente sólo existen cuando se agrega una variable perversa: el autoritarismo. En este escenario se desarrolla el control político y la limitación de las libertades, las elecciones de estado, el clientelismo de estado, y la limitación o eliminación de los opositores, y rápidamente estaríamos frente a un régimen autoritario y no frente a un régimen presidenciaista democrático.
[1] El líder del Congreso de Honduras, cuya fracción parlamentaria mayoritaria era del mismo partido del presidente, contribuyó al golpe de Estado que derrocó a Zelaya, en contubernio con la Suprema Corte, el Tribunal Suprema Electoral, y los militares.
[2] Sartori anota que “un gobierno dividido antagónicamente cuyos elementos componentes perciben que sus intereses electorales respectivos yacen –sin excepción– en el fracaso de la otra institución. Para un Congreso controlado por los Demócratas, acompañar a un Presidente Republicano es ayudar a otra presidencia Republicana.” Sartori, Giovanni, “Ni parlamentarismo ni presidencialismo”, Revista Uruguaya de Ciencias Políticas, Montevideo, Instituto de Ciencia Política-Facultad de Ciencias Sociales, no. 5, 1992, p. 13.
[3] Éste fue el caso de Enrique Peña Nieto en los últimos tres años de su presidencia (2012-2018). El hiperpresidencialismo propio del sistema constitucional mexicano siguió intacto pero con un presidente débil, al que el electorado reprobaba y los sectores empresariales también.
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